Una mañana de abril, al despertarme me percaté de que a mí alrededor me envolvía una atmosfera de miedo y desesperación, comencé a percibir un extraño olor y casi en automático mis manos se paralizaron.
No podía levantarme de mi cama, el miedo me dominaba por completo, trataba de gritar pero no podía, algo comprimía mi esófago. Conocía ese olor, era el perfume que ella usaba cuando solíamos salir a caminar y cuando una fecha importante se presentaba.
Nunca había sentido aquella extraña combinación de sensaciones y sentimientos, a la vez sentía una gran alegría de sentirla nuevamente pero también una tremenda tristeza se apoderaba de mis sentidos, sentía tanto miedo, ¿Acaso ella me estaba visitando desde la tierra de los muertos? o será que no he podido superar su partida, ¿Me estaré volviendo loco?, ¿Estaré alucinando?
Recuerdo el día en que ella se marchó, era un día de noviembre, un día frío y nublado, tal y como nos gustaba a ella y a mí. Yo asistía normalmente a mis clases y ella, estaba en el lugar y momentos equivocados... pero en fin, eso es otra historia.
Comencé a llorar, no sabía qué hacer y de alguna manera pude levantarme de mi cama, esperaba verla pero no la encontré, me hice falsas ilusiones de poder volverla a ver, pero su olor persistía, no sabía qué hacer.
Fue cuando de pronto, en el centro de mi recamara un montón de huesos comenzaron a surgir de un abismo infernal que se comenzaba a formar, se apilaron juntos hasta formar una especie de pirámide y fue cuando ella apareció, fue como si ella hubiera nacido de los huesos.
Poco a poco fue tomando forma y la vi, ella me besó, y al instante comenzó a desvanecerse. El sabor de aquel beso me supo a putrefacción, pero me hizo sentir un alivio infinito, me hizo renacer de entre las cenizas en las que yo me encontraba desde que ella se había ido.